Hace apenas unos años, en septiembre de 2023, Miguel Díaz-Canel subía a la tribuna de Naciones Unidas y pronunciaba solemnemente que Cuba asumía con “responsabilidad y seriedad” la Agenda 2030 y el compromiso de “no dejar a nadie atrás”.
En su discurso, el gobernante designado por el general (r) Raúl Castro insistía en que la isla trabajaba por un desarrollo económico con equidad, capaz de elevar la calidad de vida de la población.

“Lo que se necesita, de manera imperiosa, es la voluntad política para que realmente "nadie quede atrás" y vencer una de las crisis más complejas que haya experimentado la humanidad en la historia moderna. Ese sería nuestro mejor aporte al futuro común que necesitamos construir juntos”, dijo Díaz-Canel.
Hoy, tras la revelación de que el conglomerado militar GAESA acumula más de 18,000 millones de dólares en activos líquidos, esa promesa no es más que un sarcasmo cruel: el régimen cubano no solo ha dejado atrás a la mayoría de sus ciudadanos, sino que ha normalizado la pobreza como parte estructural de su modelo.
El espejismo del discurso oficial
El castrismo ha perfeccionado un doble registro en su narrativa. Por un lado, recurre al lenguaje grandilocuente en foros internacionales: compromisos con la equidad, defensa de los derechos sociales, voluntad de “proteger a los vulnerables”.
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Por otro, en la práctica interna, despliega eufemismos que maquillan la miseria: los mendigos no son mendigos, sino “personas con conducta deambulante”; los viejos sin techo y los que rebuscan en la basura no son víctimas del abandono, sino personas “disfrazadas” de indigentes, como llegó a afirmar la exministra de Trabajo, Marta Elena Feitó.
Esa manipulación semántica intenta encubrir una realidad incontestable: la pobreza extrema afecta al 89% de las familias cubanas, según el Observatorio Cubano de Derechos Humanos.
En las calles de La Habana y Santiago abundan los ancianos deambulando entre basureros, mientras el gobierno dedica su propaganda a describir supuestos protocolos de reinserción comunitaria que apenas alcanzan a unos pocos cientos de personas.
El contraste entre el discurso y los hechos se vuelve aún más obsceno con la filtración de los estados financieros de GAESA: miles de millones de dólares bajo control militar mientras los hospitales carecen de suturas y las pensiones no alcanzan para comprar una libra de arroz en el mercado informal.
La pobreza como paisaje habitual
El deterioro del nivel de vida en Cuba ha sido tan sostenido que la pobreza se ha convertido en paisaje habitual.
La inflación, el colapso del peso cubano y la dolarización parcial de la economía han empujado a millones a la exclusión. Los salarios y pensiones resultan irrelevantes frente a precios desbordados; el acceso a medicinas básicas depende del envío de remesas; y las familias deben elegir entre comer una vez al día o pagar otros gastos.
La mendicidad, antes excepcional, se ha multiplicado en las ciudades. El propio gobierno admitió este año que existen más de 1,200 comunidades en extrema pobreza. Sin embargo, en lugar de reconocer la magnitud del problema, las autoridades criminalizan a quienes piden limosna o buscan comida en los basureros, acusándolos de vivir de un “modo de vida fácil”.
Mientras tanto, el régimen sigue repitiendo que el socialismo cubano funciona bajo el “principio inviolable de no dejar a nadie atrás”. La frase, que podría servir de eslogan en una campaña internacional de Naciones Unidas, hoy suena como una broma de mal gusto en boca de quienes permiten que la miseria se extienda al tiempo que protegen las arcas de GAESA.
El escándalo de las inversiones: Hoteles vs. salud y alimentos
El modelo económico de la “continuidad” ofrece otro dato revelador: las inversiones en turismo vuelven a superar con creces las destinadas a salud y alimentación.
Según cifras oficiales de la ONEI, en 2024 el régimen destinó casi el 40% de sus inversiones al turismo, mientras la agricultura apenas recibió un 2,5% y la salud y asistencia social un 2,7%. En términos relativos, se invirtió 14 veces más en hoteles y restaurantes que en el agro, y casi 20 veces más que en los hospitales y programas de asistencia.
El absurdo es mayúsculo: la ocupación hotelera apenas alcanza un 23-28%, pero se siguen levantando resorts de lujo que permanecen vacíos. En paralelo, la crisis alimentaria es la peor en décadas y el sistema de salud pública, otrora orgullo oficialista, se hunde en el desabastecimiento.
El economista Pedro Monreal lo resumió con crudeza: se trata de un modelo de inversión “muy deformado”, que revela prioridades desconectadas de las necesidades ciudadanas y subordinadas a la élite militar que controla el turismo a través de GAESA.
La imagen que circula en redes sociales —un mendigo sentado frente a un hotel recién inaugurado— sintetiza mejor que cualquier estadística la brecha entre la Cuba real y la Cuba oficial. Esa fotografía condensa en un solo encuadre la desigualdad radical que se ha instalado en la isla: pobreza para las mayorías, divisas y lujos para la casta militar.
Una desigualdad institucionalizada
Lo que revela el caso GAESA no es únicamente la opacidad financiera de un conglomerado. Es, sobre todo, la institucionalización de la desigualdad como política de Estado.
Los recursos se concentran en manos de una élite militar que no rinde cuentas ni al parlamento ni a la ciudadanía. La Ley de Contraloría de 2022 blindó aún más esa impunidad, eliminando la obligación de auditar las empresas militares y reduciendo la fiscalización a una comunicación anual al presidente de la República.
Así, mientras ministerios descapitalizados deben rendir cuentas ante la Asamblea Nacional sobre su aporte al presupuesto, GAESA administra miles de millones sin el más mínimo control público. La fórmula es clara: los sacrificios son socializados, los beneficios privatizados en el círculo militar.
El cinismo de la “continuidad”
La revelación de los 18,000 millones en manos de GAESA debería ser un parteaguas: demuestra que la pobreza cubana no es fruto exclusivo de sanciones externas ni de “distorsiones coyunturales”, sino de un modelo deliberado de extracción y concentración de riqueza.
El régimen ha hecho de la miseria una normalidad tolerada, mientras proclama en foros internacionales que lucha por el desarrollo sostenible.
“No dejar a nadie atrás” se ha transformado en el lema cínico de la dirigencia de un régimen que acumula fortunas conseguidas con los recursos de la nación al mismo tiempo que millones de cubanos quedan literalmente en la cuneta.
En esa Cuba dual, los ancianos rebuscan en la basura mientras se inauguran hoteles que nadie ocupa. Y la pregunta inevitable es: ¿hasta cuándo se seguirá naturalizando estas injusticias y desigualdades como si fuera el destino inevitable de un país?
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